Humorismos


Humorismos. Historia del humor, dentro de lo que cabe

Antonio Tausiet

Este artículo presenta una historia subjetiva del humor aplicado, es decir, del humorismo: el uso del ingenio, la ironía y lo cómico por parte del ser humano como modo de comunicación de información, de sentimientos, de visión de la realidad, de evasión, de crítica o de diversión. Hago un repaso de su relación con las artes, apoyado en los escritos de los expertos en la materia.

Las definiciones de humor nos hacen viajar por la etimología y la historia de la palabra y sus derivados. Según Francisco Cortés en el Diccionario médico-biológico, histórico y etimológico (2007), si bien en latín la palabra significaba simplemente “líquido”, su asimilación fonética con el khymós (“jugo”) griego le cargó de la connotación anímica del líquido corporal. Así, los humores fueron, hasta hace dos siglos, los que supuestamente regían el carácter de las personas, según si predominaba uno u otro de los cuatro: la sangre, la flema o pituita, la bilis amarilla y la bilis negra, que darían sus respectivos tipos sanguíneo, flemático, colérico y melancólico. Es de esa teoría médica de donde surge el uso de “humor” como “estado de ánimo”, pudiendo ser bueno o malo, y reduciéndose al bueno cuando se deja la palabra sola. Y también usada como sinónimo de humorismo, que sería la cualidad de aplicar el humor a la observación y a la muestra de la realidad; dicho de otro modo, y según María Moliner, "una figura retórica de pensamiento”.

Para confirmar la célebre —y gastada— aseveración según la cual “el humor es cosa seria”, la Real Academia Española define “humorismo” (en su segunda acepción) como “Actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios”. No en vano, el Estado español, en su clasificación para recaudar el Impuesto de Actividades Económicas, incluye un epígrafe denominado “Humoristas, caricatos, excéntricos, charlistas, recitadores, etc.” Llegados a este punto, vamos a recurrir a un verdadero humorista profesional para que nos acompañe unos párrafos. Con ustedes, simplemente Ramón.

Ramón Gómez de la Serna (1888-1963) publicó en 1930 en la Revista de Occidente el ensayo Gravedad e importancia del humorismo, incluido al año siguiente como Humorismo en su libro Ismos. Este texto está considerado como uno de los cinco grandes ensayos breves del prolífico escritor, junto con Las cosas y el ello (1934, sobre los objetos), los vanguardistas Ensayo sobre lo cursi (1934) y Las palabras y lo indecible (1936); y el conservador Sobre la torre de marfil (1937).

En su apología del humorismo, Ramón escribe: “Lo humorístico es la fiesta más eternal, porque es la fiesta del velatorio, de todo lo falso descubierto y de todo lo que estuvo implantado, y a lo que le llega la hora de la subversión”. Esta concepción revolucionaria del humor es la que preside todas las reflexiones en la bibliografía sobre el tema: el humor sería uno de los ingredientes esenciales del progreso de la humanidad. Idea que ya había recogido Azorín (1873-1967) en su libro Clásicos y modernos (1913): “Haciendo la historia de la ironía y del humor, tendríamos hecha la sensibilidad humana y consiguientemente la del progreso, la de la civilización”.

Ramón continúa: “Hay que rechazar toda forma del amarguismo y denunciarlo como tal, pues se disfraza de humorismo en sus réplicas, en su desagradabilidad, en su fondo aguafiestas”. Y con su peculiar castellano inventor, nos deja caer otra de sus grandes defensas a ultranza: la de la bondad. El poeta no ve incompatible un humor rompedor con su crítica a la amargura destructora. Y abundando en su invocación de lo bueno, carga contra la ironía, porque “tiene malignidad, y aunque revela refinamiento, revela también mezquinería”. Sin embargo, en su línea habitual de reflexiones de aluvión, sin miedo a las contradicciones, destaca luego, por ejemplo, el componente irónico en la poesía de Góngora.

En su rico ensayo, Gómez de la Serna cita al surrealista Max Ernst: “El azar es el maestro del humor” y alude al Shakespeare humorista que se filtra hasta en la tragedia Hamlet. También añade a Quevedo y a Valle-Inclán como grandes humoristas, asegurando que los literatos que perduran son los que unieron la enjundia con el humor, como Gracián o Cervantes. Asegura que “Goya pone en toda su obra un sentido humorístico”, y glosa a Poe, Twain, Wilde, Dostoievski…

Ramón revela que los movimientos vanguardistas están impregnados de humorismo, que “no es burla”, sino “franca poesía”. Y pide que este secreto, el de que el arte contemporáneo es un ejercicio de humor, no se difunda, porque “no hay derecho en querer desenmascarar lo nuevo”. Y añade un corolario genial: “En futuros parlamentos despuntará el partido humorístico, que primero se discutirá, como cuando apareció el socialista, si es legal o ilegal, pero al fin será el que conduzca el gobierno de la vida con el único aire soportable”.

Para terminar con las genialidades de Ramón, apuntar también que fue el creador del término seriecista, en contraposición con el de humorista. Así, en su libro Los muertos, las muertas y otras fantasmagorías (1935) carga contra los que no reparan en el rictus de las calaveras, afirmando que “son tan pedantes que no quieren admitir esa risa que de los que más se reirá será de ellos mismos, de los seriecistas”. El humor pone paños calientes a la angustia. Y en el prólogo a las Greguerías. Selección 1910-1960, nos dice: “He luchado —y sigo luchando— con el doctorismo mediocre y sobre todo con los seriecistas que apoyan el doctorismo y que son los seres más deleznables del mundo”.

El humor es una manifestación cultural. Como tal, es un modo de comportamiento, de visión, que nos hace distintos a los demás animales. El arte, probablemente, está unido al humor desde sus inicios. Eso es lo que apunta irónicamente en su ensayo sobre el humorismo el escritor donostiarra Pío Baroja (1872-1956), que escribe: “Hay quien afirma que en los dibujos rupestres se advierten ya rasgos humorísticos” (La caverna del humorismo, 1919). Baroja añade que “no hay manera de encerrar la idea del humor en límites definidos y bien marcados”; sin embargo, su propio ensayo demuestra que, al menos formalmente, sí se puede encuadrar al humor en un contenedor más o menos cerrado y ordenado.

El humorismo es generado por las personas con ingenio. El ingenio es sinónimo de creatividad, pero también de eutrapelia (broma amable), que según el idioma puede ser traducido por el alemán schlagfertigkeit (ingenio rápido para la réplica), el inglés wit (habilidad para crear cosas inteligentes y graciosas), el portugués esperteza (inteligencia despierta y maliciosa que genera creatividad), o el francés esprit (espíritu), que resume la concordancia universal entre psique y humor: no existe la una sin el otro.

Hoy entendemos la ironía como una forma de expresión humorística que se utiliza al enunciar algo con las palabras contrarias a lo que se quiere decir, o al menos con más sentidos que el literal. Uno de los métodos que usaba Sócrates (470-399 a.E.) en sus Diálogos era la eironeia (ironía). Esa palabra entonces definía “fingir que se ignora aquello que se sabe”; ocultar el saber propio para provocar el saber ajeno. Esto, que parece en principio una manera ingeniosa de sacudir el intelecto, sentó de tal modo las bases del humorismo como bomba de relojería, que Sócrates fue condenado a morir envenenado. Ese socrático estar continuamente cuestionándolo todo es el estado natural del humor, su esencia primera. Por eso, el desenmascaramiento de las convenciones sociales, que mantienen el equilibrio de poderes, es una de sus grandes capacidades. De ahí se deduce que a lo largo de la historia se sucedan numerosos ejemplos de domesticación de quienes satirizan en público, sin necesidad de llegar a la ejemplar condena a muerte del filósofo griego.

El comediógrafo Aristófanes (444-385 a.E.) utilizaba la libertad de expresión para escribir sus sátiras políticas, en las que criticó el reparto de la riqueza y el poder, así como a personajes contemporáneos suyos, como el mismísimo Sócrates. Y lo que es más importante —y significativo—: su posición política era conservadora, contraria a la democracia. Lo cual confirmó que en Atenas había democracia. Y nos lleva a resituar el mapa del humor como subversión: su carácter intrínseco de opositor a cualquier statu quo conlleva que también pueda ser utilizado por los enemigos de la libertad.

El Quijote del mencionado Miguel de Cervantes (1547-1616) se suele considerar como el texto fundador del humorismo moderno, y a Charles Dickens (1812-1870) como su consolidador. Pero no hay que insistir más: los orígenes de la comicidad son tan antiguos como los del ser humano. La Academia de Humor española (www.ciberniz.com), constituida en 1989 por un grupo de colaboradores de la revista La Codorniz e inspirada por principios algo rígidos (“con la única condición de que los adheridos a la iniciativa no sean humoristas conflictivos”), resume así la nómina de ilustres del humor en las letras mundiales: “Nos enfrentamos a un panorama tan amplio como el abarcado desde Luciano de Samosata y el epigramático Marcial hasta Luigi Pirandello, pasando por Geoffrey Chaucer, Giovanni Boccaccio, Pietro Aretino, François Rabelais, Henry Fielding, la picaresca española, Johnattan Swift, Laurence Sterne, William Thakeray y tantísimos más”. Es necesario añadir algún que otro “humorista conflictivo”, como el Marqués de Sade (1740-1814), que introduce el humor en su constante confrontación literaria del vicio con la virtud.

En el referido ensayo de Pío Baroja se asegura que, después de que el humorismo fue acompañando al arte a lo largo de la historia “como un arroyo tortuoso”, “en el siglo XIX se remansó y se precipitó en una hermosa catarata”.

La literatura, pues, es el contenedor principal del humorismo, por cuanto éste se fabrica casi siempre de palabras. Las excepciones son, claro, las manifestaciones del humor mudo: el mimo cómico, la pintura satírica o el chiste gráfico “sin palabras”. La esencia literaria del humor se extiende a su puesta en escena, sea en teatro, radio, cine, televisión o internet. Algunos comediantes representan sus propios textos para el público, como el mencionado Ramón, que llegó a dar una conferencia montado sobre un elefante. Y también existe el escritor de textos graciosos para otros; sin perjuicio del arte de la improvisación, que ordena espontáneamente los conocimientos adquiridos.

Es una constante en los estudios sobre el humor olvidar las obras teóricamente destinadas al público infantil y juvenil, comenzando por el cuento popular. Así, suelen quedarse fuera algunas joyas como Alicia en el País de las Maravillas (Lewis Carroll, 1865) o el conjunto del cómic o historieta y el dibujo animado humorísticos, así como las irrepetibles muestras jocosas de arte escénico para niños emitidas en la radio y la televisión. Este capítulo olvidado merece una reivindicación, añadiendo el humor gráfico, desarrollado tanto en la prensa seria como en las revistas satíricas, que constituye una parte muy importante de la historia del humorismo mundial de los dos últimos siglos.

Como apunte para dejar constancia de la otra cara de la moneda, hay que hablar también de la degeneración del humorista (como un caso concreto de la degeneración del artista). El fenómeno de la pérdida de mordiente con el paso de los años se da con más evidencia en quienes basan su arte en, precisamente, el mordiente: la cualidad del creador que, a través de la ironía, la fuerza punzante del humor, llega a calar hasta los huesos del individuo receptor. Todos los grandes genios del humor han tenido su momento álgido y su declive, como si una vez alcanzado el sol, sus alas de cera se derritiesen.

La gracia, ese estado en el que la persona que la posee está dotada de todo lo bueno, es, según el cristianismo, un don divino. Así, cuando en el Ave María se afirma “llena eres de gracia”, se deja constancia de que la Virgen es receptora de los favores de Dios. Para ser santo es necesario poseer la gracia divina. Los humoristas, esas personas dotadas de gracia, serían pues los santos laicos que hacen la vida más fácil, que nos traen pellizcos del estado de bienestar total que prometen las religiones y las ideologías, siempre para un futuro que no llega nunca.

Esa capacidad del humorismo de abrir pequeñas ventanas a las falsas promesas de los chamanes es un peligro latente para éstos: desmonta parcialmente su capacidad de control y supone un desequilibrio en el orden social. Así como la historia del ser humano se puede rastrear pareja a la historia de sus religiones y ordenamientos sociales, la historia del humorismo es la de la respuesta crítica a esas convenciones.

El arte de la parodia (que siempre implica transgresión) suscita discusiones acerca de los límites de la libertad de expresión y sobre si es o no lícito hacer humor de todo. La normativa de algunos países es restrictiva al respecto, y también la opinión de los fundamentalistas, especialmente los religiosos. Un caso lamentable fue el asesinato de doce personas, entre ellas cinco humoristas, en el atentado de 2015 contra la revista satírica francesa Charlie Hebdo.

Paradójicamente, el humorismo cumple una clara función de espita, de válvula de escape que hace que el orden social se mantenga. Buena prueba de ello es la lista de represiones que ha sufrido a lo largo de la historia, bien resumida por Javier Bilbao en su Breve historia de la prohibición del humor (Revista Jot Down, 2014).

Sótades de Maronea (s. III a.E.), redactor de los primeros palíndromos conocidos, satirizó a Ptolomeo II en uno de sus poemas, lo que le valió la condena a muerte. En El nombre de la rosa (Umberto Eco, 1980), se hace referencia al segundo libro de la Poética de Aristóteles (384-322 a.E.), que está perdido y versaría sobre la comedia. Eco fabula acerca del supuesto contenido de este texto, en el que el filósofo griego sentaría las bases de la utilización de la risa como antídoto contra la religión, y por tanto como arma revolucionaria. Tomás de Aquino (1225-1274), cristianizador de Aristóteles, se refirió al juego como algo necesario para la vida humana“.

El emperador romano Septimio Severo (146-211) otorgó poder al ejército en detrimento del de los senadores, decenas de los cuales fueron ejecutados. Muchos de ellos, acusados de reírse del dictador. De los tres mayores representantes de la Comedia Antigua griega, Aristófanes, Cratino y Eupolis, se dice que este último (446-411 a.E.), satirizó al general ateniense Alcibíades, que ordenó ahogarlo.

Ya en el Siglo de Oro español, Francisco de Quevedo (1580-1645) destacó por sus poemas satíricos, que le llevaron a ser denunciado a la Inquisición por su “indecencia del discurrir, la libertad del satirizar, la impiedad del sentir, y la irreverencia del tratar las cosas soberanas y sagradas”.

Quevedo es uno de los autores más importantes de la literatura universal, por su ingenio y su dominio absoluto del castellano. Se trata del primer nombre de una lista de escritores de esas características, que continúa con Valle-Inclán y Gómez de la Serna, y termina con Francisco Umbral. Precisamente de este último son estas líneas:

Quevedo, altar barroco, estropicio genial, punta de espada, caballo de pica, España en juramentos, legislador de Dios y de los putos, eterno en meretrices, grande de sí mismo. Quevedo no da facilidades, es irreductible en cada línea, literatura y violencia en estado puro y síntesis metafórica. Cervantes, más prudente, reserva los tacos para Panza. Quevedo los asume todos, recauda, pronuncia, escribe con fulguración literaria y hasta metafísica la blasfemia variada, sorda y permanente del pueblo español.

Sueños y discursos es un volumen de cinco relatos satíricos en los que Quevedo carga contra la sociedad de su época, a la manera de Luciano de Samosata (125-192). Se han calificado de filosóficos, pero son más bien humoradas moralistas. Son especialmente ingeniosos los prólogos a cada texto.

Con la llegada de la diosa razón en el siglo XVIII, los ilustrados franceses, como Voltaire y Diderot, alcanzaron justa fama, así como encarcelamientos y quema pública de sus obras por parte de las autoridades. Mientras, en Inglaterra, revistas como The Tatler (1709) y The Spectator (1711) ejercían la llamada true satire, una modalidad de humor que criticaba ciertos usos sociales, inspirado en las ideas de la Revolución Francesa, bien que desde una perspectiva moderada y vinculada al liberalismo.

Cuando Napoleón se proclamó emperador de Francia, las revistas satíricas fueron prohibidas: un caricaturista inglés, James Gillray (1757-1815), motivó una queja diplomática de París ante Londres por su parodia del famoso mandatario. Con la restauración de la monarquía, Charles Philipon (1800-1861) sufrió dos años de cárcel por publicar una caricatura del rey Luis Felipe I, en el que se le veía transformado en una pera (poire, bobo). Ese dibujo apareció en la revista La caricature (1830-1843), fundada por el propio Philipon, que también creó Le Charivari en 1832, periódico humorístico con continuos problemas de censura hasta su desaparición en 1937, tras su deriva de un siglo hacia posiciones cada vez más conservadoras.

En el siglo pasado, la Revolución soviética estaba continuamente amenazada por enemigos internos y externos, que deseaban la vuelta a la Rusia zarista del Antiguo Régimen. Entre los peligros que debía sortear el Estado comunista, se encontraban los generados por las sátiras contrarrevolucionarias. La cúpula en el poder decidió que no había que permitir ese tipo de crítica, en un evidente ejercicio de contradicción, puesto que las ideas de liberación humana que defendían son incompatibles con el ataque a la libertad de expresión; lamentablemente, la censura siempre denota debilidad. Un capítulo especialmente sangrante de la historia de los 74 años de la Revolución, que dotó a la población de las necesidades básicas de las que carecía, fue el de Valery Tarsis (1906-1983), escritor que fue internado en un manicomio durante ocho meses por ejercer la sátira contra el sistema en su libro The Bluebottle (1962).

Para terminar este repaso no puede faltar una referencia al humor como conjuro. Ante la muerte, claro, pero también ante cualquier otro miedo, ante cualquier otro peligro. El hijo de Werner Herzog (cineasta con un peculiarísimo sentido del humor) relata en su libro Heil Hitler, el cerdo está muerto (Rudolph Herzog, 2014) la evolución del humor en la Alemania nazi: “Los chistes políticos no eran una forma de resistencia activa, sino más bien vías de escape para la rabia acumulada del pueblo”. Quizás este texto no sea la historia definitiva del humor, pero se trata de un acercamiento, dentro de lo que cabe.

Imagen: Joan Cornellà

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