Soy chino
Me llamo Antonio y no Chang, pero soy chino. Tengo los ojos
sin rasgar, la mentalidad occidental, una casa en Europa, pero soy chino,
insisto. Formo parte de los 1.500 millones de chinos. Me identifico con los
chinos de tal modo que soy uno de ellos. Me siento como un grano de arroz en
una paella gigante. Indistinguible del resto, amarillo, llevado de la mano por
los vientos del abismo. Sólo los chinos saben a qué me refiero.
Como soy chino, hago cosas de chinos. Por ejemplo, beber
agua caliente. Aunque yo lo hago en la modalidad de agua fría, que viene a ser
lo mismo, y más si eres chino. En Occidente, los chinos comemos en restaurantes
chinos de comida china para chinos, que son distintos a los restaurantes chinos
de comida china para occidentales. Como en el caso del agua, mi versión difiere
y almuerzo en restaurantes chinos de comida occidental para occidentales. Ya se
sabe que dos negaciones son una afirmación.
Esto lo aplico al resto de mis costumbres chinas. Para ser
miembro del Partido Comunista, un chino debe ser ateo. Yo soy ateo, como buen
miembro del Partido Comunista Chino, pero no soy miembro del Partido Comunista, lo que me convierte de nuevo en chino por eliminación doble. Los chinos
de China, cuando achinan los ojos, parecen occidentales poniendo cara de
chinos, mientras que yo no hago nada con los ojos, porque ya soy chino de
entrada.
Pero lo que más chino me hace es mi condición de chino
falso. No hay nada más chino que una falsificación, y en eso los chinos se
llevan la palma, superando en mérito a cualquier otra etnia. La falsificación
nos hace humanos, como los brotes de soja hacen de una ensalada china un
cementerio de espermatozoides crujientes. Nada más chino que un cuenco de bambú
fabricado con plástico, o cualquier objeto barato de un bazar chino, que
siempre lleva una etiqueta de la Comunidad Valenciana, cuna de la paella.
China tiene relaciones amistosas con muchos países del
mundo, como Corea del Norte, Rusia, Pakistán, Serbia, Venezuela, Siria… Un
abanico de naciones muy variado. Pero a mí todo eso me da un poco igual. Yo soy
un chino bastante apátrida. Con decir que España, por ejemplo, me la
refanfinfla, está todo dicho. Y luego está la canción de los Payasos de la
Tele, aquélla de Chinita del alma. Eso me recuerda que tuve en mi casa una
china comprada en Ámsterdam que duró allí meses y meses. Prefiero el Ducados, que
lo fabricaban en Logroño hasta que la planta cerró en 2016. Y eso que el
presidente de La Rioja se llama José Ignacio Ceniceros.
China, como nación, me produce el mismo sentimiento
patriótico que España o Cataluña. Pero como concepto, China es una razón para
vivir. Una mujer china con espada es una espadachina. El idioma de Elche es
elchino. Una espada china es un complemento ideal para una esgrimista
ilicitana. ¿Hay entonces una conexión directa entre la Comunidad Valenciana y
China? Por supuesto, pero abandonada.
Durante muchos años viajé a Valencia con regularidad. Nunca
he querido volver. Para qué viajar a un lugar donde la conciencia china está
casi olvidada, donde mis camaradas han perdido esa identidad milenaria. La
tierra de las flores, de la luz y del amor: tres delicias como las del arroz. Pero
el lugar con más influencia china es Villanueva de la Serena. En esta localidad
se celebra desde 2012 la Feria de la Tortilla de Patatas, por ser allí el
origen de ese manjar, datado en 1798 por el Centro Superior de Investigaciones Científicas. No en vano, ese año los
jesuitas británicos se asentaron en China.
La tortilla de patatas que ofrecen algunos bares chinos es
una variante muy similar a otro plato aún menos apreciado: nalgas de cadáver en
formol. Gateando sibilinos, los arúspices repiquetean sus uñas en el enlosado.
Pero no engañan a nadie: un Compendio de Agricultura General editado en
Valencia en 1767 comenta ya la existencia de la tortilla de patatas, tres
décadas antes que su falsa invención en Villanueva de la Serena. Suenan los
clarines: los chinos, conmigo entre ellos, nunca discutimos sobre la cebolla.
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