Las buenas hierbas



Vivo en una ciudad donde ha arraigado la costumbre de cerrar salas de cine. Las últimas, propiedad del empresario que preside la Academia de Cine de España. Es posible que parte de la historia de amor/odio de mi ciudad por el cine tenga que ver con su cercanía respecto a Francia. El cine vino de Francia, y desde aquí se ven los Pirineos. De hecho, pronunciamos las palabras acentuándolas al final, como los franceses. Y cerramos los cines homenajeándolos -al final- con emocionantes funerales.
Los fallecidos cines Renoir de Zaragoza cerraron con la película Les herbes folles (2009) de Alain Resnais. En castellano, a los brotes vegetales que crecen libres y sin control se les llama malas hierbas, pero en francés son hierbas locas, insensatas. Los protagonistas del filme de Resnais se comportan como casi todos: de forma imprevisible, ilógica, sorpresiva. La trama es lo de menos: el extravío de una cartera pone en común a un hombre y una mujer muy franceses, muy burgueses, muy literarios. A través de la inverosimilitud, el desarrollo de la historia acerca con bisturí maestro a la verdad de los sentimientos, que nos manejan siempre con su brazo de hierro ancestral. Además, el viejo cineasta se permite, oh bendición, hacer lo que le da la gana con la película. De hecho, la termina mostrándonos a la supuesta autora del guión en compañía de su inocente hija, que cierra con su mirada limpia el círculo del nonsense. De la vida.
El puñado de cinéfilos irredentos que asistimos al entierro representamos, al finalizar del sueño filmado, un conato de El ángel exterminador. La posibilidad de dar una segunda vida a esas salas se asomaba utópica, y apenas nadie coreó la consigna anarquista “Un desalojo, otra ocupación”, que asomó tímida entre nuestras cabezas acomodadas. Cuando logramos escapar, el espíritu vecino del amour fou siguió rondando hasta la madrugada. Dulce cautividad.

(Ver también el artículo al respecto de Pedro Zapater: Cines Renoir, la gran desilusión)

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