La propiedad y la alegría
Pausa y afecto, causa y efecto. La deshonestidad encuentra
nido en la vorágine de los reglamentos. El intercambio de bienes y estimas
vacuna contra los males y los menosprecios. Menos precios y más aprecios.
El marxismo alude a la propiedad como algo a abolir, porque
le sirve al burgués para explotar el trabajo ajeno. Las escrituras de propiedad
son documentos legales muy útiles para justificar acciones alejadas de la
ética. Una cosa es poseer legalmente ciertas propiedades y otra es que eso
refleje la realidad de las vivencias cotidianas.
Muchas veces nos decimos que algo es nuestro porque lo pone
en un papel legal. Pero los llamados bienes pertenecen por derecho propio a sus
usuarios. Tanto los bienes muebles (los que se pueden mover) como los inmuebles
(los que no).
Hay personas que se preocupan por las injusticias y las
denuncian, cada uno desde su atalaya, grande o pequeña. Son asuntos graves casi
siempre, que no dan mucho espacio a la alegría: todo lo contrario. Pueden
llegar a verse como los aguafiestas, que obvian todo lo bueno que puede ofrecer
la vida.
Algunos ocupan todos sus días en la lucha revolucionaria y
no parecen tener tiempo para la alegría. Muchos de ellos son los que hacen
avanzar el mundo. Pero se puede ser militante y disfrutón, hacer uso de la
diversión, el humor, la fiesta, la juerga, el gamberrismo, la carcajada, la
borrachera, el salirse de madre, la provocación, el descontrol.
Nos hemos acostumbrado tanto a las reglas económicas que
creemos que el dinero es la llave que abre y cierra la propiedad. Y lo que,
como sintientes, nos hace ser propietarios de algo, está realmente relacionado
con el uso y el apego. El título de dueño que dan los testamentos y los
contratos es sólo una convención, que sustituye el trato humano por la fría
calculadora.
Además de la alegría desenfrenada, esa manifestación del ser
humano que nos lleva al éxtasis y a la catarsis, tan necesarios, también existe
la alegría pausada, interior, modosa si se quiere, la alegría tranquila de la
satisfacción íntima. Está muy relacionada con la sensación de paz, de
tranquilidad, primero respecto a uno mismo y luego con las personas que nos
rodean y nos quieren.
El amor romántico, tantas veces denostado, es una de las
manifestaciones de la alegría, quizás la culminante. Cuando estamos enamorados,
las hormonas que segregan nuestros órganos al cerebro nos hacen sentir plenos
de alegría. El resto de manifestaciones amorosas, casi siempre del entorno
familiar, suelen provocar también alegrías íntimas.
¿Qué es mío, qué es tuyo? Según la legalidad, lo que reza un
legajo. Según la realidad, o lo que debería ser la realidad, mío es lo que
disfruto y tuyo lo que aprovechas. Compartamos según nuestras necesidades,
aportando según nuestras capacidades.
La alegría que se experimenta al sentirse querido, atendido,
cuidado, escuchado, es la alegría de los días escritos en el calendario de
nuestro ego. El néctar de la autodeterminación, que no mana nunca sin una
aportación externa. Cuando hacemos algo por los demás, estamos repartiendo
dádivas con nuestra marca personal, incluso si esa ayuda la disfrazamos de
anónima, condición que nunca lo es para el autor.
Y cuando somos uno de los “demás”, esos yoes que nos ayudan
se transforman en nuevas células vivas de nuestro propio yo. Repartir y recibir
atención es el intercambio medular social que genera bienestar y alegría. Lo
contrario de la alienación, también llamada enajenación.
Defender la alegría puede parecer una perogrullada, como
defender la libertad o el bien contra el mal. Pero la alegría es la emoción
positiva que nadie niega, porque es eufórica, espontánea, juguetona, inconsciente,
inesperada, a veces alocada como un niño disparatado, otras serena como un niño
dormido, siempre bienvenida como mensajera de la felicidad. Cómo no defenderla.
Todo lo cual en negativo se llama tristeza. Que se quede el
infinito sin estrellas o que pierda el ancho mar su inmensidad, pero el brillo
de alegría en tu mirada que no muera por leer a Carlos Marx.



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