El miedo y yo
Nunca me he considerado valiente, y creo que no lo soy. Sin
embargo, veo actitudes en gente cercana que parecen acercarse a eso que llaman
cobardía. Seguro que me equivoco. Salgo de casa de alguien y enseguida echa el
cerrojo, como si eso le librase de quién sabe qué ataques furibundos de
atracadores acérrimos. Otro me pasa su teléfono para ver nosequé y de repente
se pone esa cosa de dibujar un patrón para desbloquear. Yo no tengo, nunca he
tenido, patrones de esos. Enciendo el teléfono y a perder el tiempo un rato,
sin desbloqueos. Es más, cada vez que los avances tecnológicos –más bien la
obsolescencia programada- me obligan a comprar un móvil nuevo, estoy un rato
configurándolo para que carezca de clave alguna. Si lo apago, cuando lo
enciendo no pide contraseña. Qué felicidad. Cuando tuve en mis manos, en los
años ochenta, mi primera tarjeta de crédito, el azar quiso que su número
personal fuese de los facilones. Con él sigo. Si llego a Ankara, por ejemplo,
mis compañeros de viaje se confinan en el hotel, porque el sol ya se ha puesto.
Yo voy a darme un paseo. ¿Por qué los angorenses van a atacarme, si no supongo
ninguna amenaza para ellos? Hace un par de años hice un documental que denunciaba
la corrupción de mi ciudad. Atención, me dijeron: no firmes eso con tu nombre.
Sólo he recibido parabienes. El miedo lo reservo para cosas menores:
precipicios, prepucios, prestaciones sociales. De hecho, cuando paseaba por las
periferias con un amigo, él siempre se encaramaba mientras yo permanecía a
sotavento. O si me enfrento con situaciones sexuales exentas de confianza,
reculo. Y si se trata de cumplir con la ley, sólo me la salto tras cábalas
dilatorias. Ya digo, cosas menores. Todo eso de temer asaltos, venganzas, golpes
de Estado, virus, intrusiones en la privacidad de mis aparatos electrónicos, no es lo
mío. Creo que, en realidad, así, estudiándome un poco, se trata de
inconsciencia. Que no tiene nada que ver con la valentía. Y éste ha sido mi
rollo de hoy.
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