Me llamo Ismael
Me llamo Ismael. En torno a Moby Dick (John Huston, 1956)
Al noroeste de los Estados Unidos se halla la ciudad costera
de New Bedford, en el estado de Massachusetts. Era una ciudad de mayoría
cuáquera de origen irlandés, y el principal puerto ballenero del país. Tenía
una iglesia con lápidas dedicadas a los pescadores muertos, y a Orson Welles
como párroco.
Y menudo párroco, el predicador más temible de la historia
del cine. Su púlpito es la quilla de un barco, y sube hasta él por una escala
situada junto a la sacristía, para predicar contra la soberbia. Allí está
Ismael, el narrador de Moby Dick,
antes de embarcarse con el indígena polinesio Queequeg en el Pequod, el
ballenero del capitán Ahab.
Queequeg es un tipo simpático y un hábil arponero. Tres años
de viaje son muchos años. Además no hay mujeres a bordo, lo cual constituye un
problema, al menos desde un punto de vista biológico. La película es de color
marrón, como virada al sepia. Pero no van a pescar sepias precisamente. La
novela de Herman Melville se publicó en 1851, y la película de John Huston con
guion de Ray Bradbury se estrenó en 1956. Todo son cumbres artísticas en este
asunto, pero la única gran montaña en el ancho mar es el lomo de la ballena
monstruosa.
Los marineros cantan viejos sones mientras el barco se
dirige a las Azores. Forman un grupo multiétnico en su torre de Babel flotante.
El segundo de a bordo es Starbuck, un tipo cabal. Eso nos da un poco de
confianza. Porque el misterioso capitán Ahab (a veces también se le llama Acab,
Achab y Ajab) tarda en aparecer, y cuando lo hace resulta ser Gregoy Peck con
barba y una sola pierna.
Para más inri, su pierna postiza blanca está hecha de
mandíbula de ballena. No en vano, fue Moby Dick quien lo dejó cojo, y lo que es
peor, amargado. Ahora ya sabemos la única misión del largo viaje. Se trata de
capturar a la inmensa ballena blanca, aunque haya que perseguirla por todos los
mares del mundo.
“¡Por allí resopla!” Son tantas las referencias acumuladas
en la película que es imposible abarcarlas todas. Ray Bradbury escribió Farenheit 451 en 1953, y François
Truffaut la llevó al cine en 1966. Ismael es el personaje bíblico que da nombre
a los ismaelitas, nada menos que los musulmanes desgajados del tronco
abrahámico, cuyas otras dos ramas son los judíos y los cristianos. En el fondo,
siempre la misma historia. Humanos intentando dar sentido a lo que no lo tiene,
como Ahab persiguiendo a su rival.
Una ballena grande proporciona dos toneladas de esperma, que
contra lo que podría pensarse es su grasa corporal. Era muy apreciado y se
utilizaba como aceite para las lámparas. Hoy se puede encontrar entre los
excipientes de muchas píldoras y cremas, con el nombre de alcohol cetílico, y
ya no se obtiene de los cetáceos sino de la palma y el coco.
“La cama es un ataúd y las sábanas sudarios”, dice el
atormentado Ahab para mostrar su rechazo a dormir. Y no le falta razón. Dormir
nos constriñe. Si no tuviéramos que dormir cada día, las cosas serían de otra
manera. Debemos tener un techo, sobre todo para dormir. Comer es cosa resuelta
en nuestro entorno. Pero dormir es una imposición de la naturaleza contra la
que no podemos luchar.
Es cierto que los humanos nos hemos organizado mal, con
estructuras piramidales en contra de toda lógica. Pero no es menos cierto que
andamos todo el tiempo preocupados por el lugar donde dormiremos. Si tenemos la
suerte de poseer una casa o pagar su alquiler, dormimos cada noche allí, sin
más. Pero si hay que viajar, debemos prever un lugar donde dormir.
Si la cosa de la vida humana no fuera un tercio de sueño,
todo estaría arreglado. Iríamos de aquí para allá, sin importar la hora. No
existiría el verbo trasnochar, ni madrugar, ni habría siesta, ni desvelo.
Dormir es una maldición. Podemos soñar despiertos y perseguir nuestros sueños.
Sin embargo, dormimos y dormimos, soñando basura de reciclaje subconsciente que
no va a ninguna parte.
El sueño de la razón produce monstruos. La vigilia sólo
produce vida. Toda la financiación estatal para investigación científica
debería centrarse en la eliminación del sueño. Se acabaron los pisos
turísticos, los hoteles, las posadas, las tiendas de campaña. Un mundo sin
dormir será el mundo feliz, donde todos estaremos despiertos siempre, sin esa
pesada carga de irse a dormir cada día.
Mientras tanto, el Pequod ha superado las Azores. Han
capturado una ballena que ha dado 85 barriles de aceite y ahora se dirigen al océano
Pacífico bordeando África para perseguir a Moby Dick. Los monstruos marinos
siempre han estado ahí, desde el Leviatán, el animal mítico más temible, capaz
de enfrentarse al mismo Dios. La eterna lucha del bien contra el mal, dos
conceptos a menudo intercambiables. Ahab es un reverso de Cristo, y por lo
tanto Moby Dick es Dios todopoderoso. O bien Ahab es el mismísimo redentor y la
ballena su némesis, el tal Leviatán, Satanás, quién sabe.
Todo sigue sepia. Sea como fuere, Ahab es la personificación
de la venganza. Y Huston tenía claro que todo en la novela es una gran
blasfemia: Ahab ve en Moby Dick a Dios, el culpable de todo, el gran asesino
que hay que eliminar.
“¡Hombre al agua!” Las frases arquetípicas se suceden en el
texto arquetípico de la novela arquetípica que adapta la película arquetípica. El
primer muerto, el primer sacrificio al personaje protagonista, que tras dos
tercios de película con su nombre aún no ha hecho acto de presencia. En la Torá
y en la Biblia, el hijo de Abraham elegido para ser sacrificado es Isaac; en el
Corán es Ismael. Moby Dick aparece de noche, la misma noche que Queequeg
presiente su muerte. La noche y la muerte, el sueño eterno y la conciencia de
la nada.
Saberse mortal es intuir cada minuto que la vida es sueño,
navegar entre las olas de un océano que fue líquido amniótico y será la tierra
húmeda de nuestra tumba. Lo contrario es la vanidad, madre de la venganza, resorte
del odio, ave de mal agüero que sobrevuela un mundo repleto de sangre derramada
sin sentido. El viento que agita la conciencia está creado por las sombras de
la vigilia y se nutre de la luz sagrada del turbio atardecer. Mecidos por él
perecen los héroes y los verdugos.
El llanto de un niño rompe la crisálida de la mariposa de la
libertad, igual que una soprano hace estallar la copa que contiene la fórmula
magistral de la inmortalidad. Para qué postergar perecer si prima la pronta
putrefacción. Abandonarlo todo, huir camino al precipicio, arrastrar con
nosotros a quien sea digno de morir por la causa y vivir por el efecto.
El niño negro agita su pandereta, las gaviotas se arrebolan
y la tensión aumenta. Orson Welles ha avisado pero Ahab no estaba en la
iglesia. El orgullo es la semilla del árbol de la soberbia, y la venganza es un
plato que se sirve frío como el rigor mortis.
Ahab niega su ayuda para encontrar al hijo de un colega y
renuncia definitivamente a la humanidad. Aristóteles dejó dicho que somos
conyugales, políticos y miméticos. El viaje del Pequod evita lo primero y se
acerca a lo segundo, pero sobre todo confirma lo tercero. Los modernos
argonautas funden sus mentes de rebaño con la del capitán y le acompañan
entregados a su locura deshumanizada. Una gran tormenta enfatiza el principio
del fin.
Las velas del navío se rasgan como la cortina del templo de
Jerusalén. El fuego de San Telmo hace su aparición, como la luz apoteósica de
un apocalipsis. Pero tras este apogeo sobreviene un momento de mar sereno. Después
de la tempestad viene la calma, y la memoria de las tragedias de Shakespeare
sobrevuela la novela y la película. El destino irremediable, la fatalidad, la
noche oscura del alma, “un dios tenebroso que sonríe mostrando sus dientes de
acero”, como escribió Santiago Auserón.
Y se desencadena el final. Trágico como la inmensa alegoría
de la existencia que es esta magna obra. La ballena roba todos los planos y
también roba cualquier atisbo de ilusión. Abandonad toda esperanza, que nadie
duerma. Las puertas del infierno están abiertas para todos.
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