El tiempo ralentizado
Andaba yo preocupado con la cosa del estilo literario,
recién levantado, cuando observé que el vuelo de una mosca doméstica se
producía con una cadencia insospechada. Resumiendo, que iba muy lenta.
A esas horas del mediodía aún no tengo las neuronas
ordenadas, así que lo consideré un hecho sin relevancia, o más bien no lo
consideré. Sin embargo, las horas siguieron su avance inexorable y todo iba
lento, no sólo la mosca. Yo mantenía mi ritmo normal, habitualmente parsimonioso,
pero el resto de las cosas y los eventos aparecían ante mí con una velocidad
ridículamente pausada, mucho más que la mía.
Recordé que Einstein estuvo dándole vueltas al tema de que
el espacio y el tiempo son relativos, y dependen de la posición y de la
velocidad del observador. En mi caso, no era el pasajero de una nave sideral,
ni había un tren en el que un haz de luz viajaba al compás del chacachá, del chacachá
del tren, qué gusto da viajar cuando se va en exprés.
Salí a la calle y los coches iban lentos y la gente iba
lenta y los sonidos se estiraban como en un sueño vanguardista. Entonces me di
cuenta por fin de que algo funcionaba distinto que los días anteriores. Era,
simplemente, que todo iba lento: la mosca, los coches, la gente, los sonidos.
Me dije a mí mismo que todo aquello sólo podía ser fruto de
mi imaginación, y que pronto dejaría de alucinar. Pero las horas pasaron, cada
una tan larga como un día entero, y nada volvía a su velocidad habitual.
No suelo ser una persona práctica, pero tenía tanto tiempo
que me llegué a plantear si todo aquello podía resultarme de provecho. Pensé
que si el resto del mundo iba a menor velocidad, para las personas que
interactuasen conmigo yo sería un tipo muy veloz.
Así que me puse a hablar con el primero que pasó por la
calle. Efectivamente, cuando tras un buen rato terminó de responderme, me
transmitió sin ninguna duda que no había entendido nada de lo que yo le había
dicho, porque me había expresado demasiado rápido.
No encontré de ninguna utilidad la comunicación verbal a
distintos tiempos, así que me centré en delinquir. Eso sí funcionó. Sin que
nadie se percatara, fui desvalijando bolsos y bolsillos. De ahí pasé al
magnicidio, viajando a países donde siniestros personajes decidían eliminar a
miles de personas sin despeinarse. Maté a todos los sátrapas conocidos, y
durante un tiempo, que se me hizo eterno, el mundo vivió en paz.
Por supuesto, los asesinos de masas encontraron su
reemplazo. Estuve deprimido unos meses, que para el resto del mundo fueron
días, hasta que reuní nuevas fuerzas y me dirigí al verdadero epicentro del
bien y del mal, del espacio y el tiempo.
Mi tránsito hasta allí fue meditado, calculado, firme,
directo, pugnaz, decidido, presto, fuera de toda duda, inevitable. Nadie se
percató de mi entrada, dada mi velocidad relativa. Ante mí se levantaba la
madre de todas las llaves, el dispositivo que
accionado detendría la loca carrera del espacio y el tiempo. El mecanismo
universal parecía pedirme que lo detuviese.
Supe que el estilo, la mosca, los coches, la gente, los
sonidos y el epicentro habitaban en mí. Un casual cambio de velocidad de una
mañana cualquiera me dio la respuesta a todas las preguntas. No es que cada una
de nuestras mentes cree mundos individuales, sino que no hay más que una
realidad, la que nos traspasa sin tiempo ni espacio, la que habitamos mediante
el milagro de la consciencia. Todo es literatura.
Pero, ¿cuál es la velocidad de la literatura? ¿Qué es el
mecanismo universal? Las respuestas son tan sencillas como el teorema de
Pitágoras. La literatura avanza a la velocidad de la amapola silvestre,
acompasada con las estaciones; el mecanismo universal es un juego de
destornilladores de precisión, a poder ser imantados, sin tres ni revés, con la
enjundia de una alcachofa descafeinada.
El día termina. La mosca y todo lo demás desaparece. El
sueño se apodera de mi magín y al llegar la noche comienza el letargo que me
llevará a otro día cuya lentitud o rapidez estarán condicionadas por un algoritmo que no me importa si fue diseñado o surgió de la nada. La fábrica de
voluntades, el reloj de las distancias, el número mágico que cierra todos los
círculos, la araña que teje los tejemanejes, la guarida del lobo lobotomizado,
los que reparten los pasquines repletos de consignas gastronómicas y un perro
que ladra sin saber para qué, todos se reunirán con un propósito común:
emparedar mi cuerpo cuando muera tras las lluvias de abril.
Por el humo se sabe dónde está el fuego eterno que consume
las almas de los que osaron rebelarse contra lo establecido en los
establecimientos de los cimientos sólidos como los huesos de los seres
estólidos. Seguramente todo va lento porque las vitrinas muestran una parte, y
el todo se esconde temeroso. Ánimo: cuando lo descubramos celebraremos una
fiesta en la que los invitados bailarán cadera con cadera, aullando la
revelación.
Entonces el mundo se dividirá entre tróspidos y anaerobios. Los
antiguos recalcitrantes y sus oponentes los resignados estarán extintos o en
vías. Varias avecillas revolotearán anunciando con sus trinos berenjenas en
vinagre. Y las truchas con jamón dispararán sus espinas sobre las mesetas
ardientes de cal y bruma.
Las cosas volverán a su ser. Hay pelos que se dividen en dos
si les miras atento la punta. Roma no paga a traidores, porque todo transcurre
según el programa y ayer no es más que un hoy pasado de moda, y mañana será
otro día.
Cojonudo
ResponderEliminarGracias
Eliminar"Por el humo se sabe dónde está el fuego eterno 🔥" 😆
ResponderEliminarY mañana será otro día
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