Contra la familia



La familia es el elemento natural y fundamental de la sociedad y tiene derecho a la protección de la sociedad y del Estado.
Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948). Artículo 16.3

La familia es la célula de la sociedad moderna
aunque sea cancerígena desde la edad de piedra.
“A casa”. Julián Hernández, Siniestro total (1993)

Los humanos somos mamíferos que nos agrupamos en familias: los cachorros necesitan un entorno protector para sobrevivir. La relación más cercana se establece entre padres e hijos, que son hermanos entre sí. La mentalidad mítica, propia del género humano, nos hace creer que existe un vínculo de sangre inmaterial entre los miembros de la familia, más allá del mero hecho genético. Así, se da por indiscutible que lo más importante es la relación familiar, basándose en una mitología construida a medida de las necesidades sociales, como el resto de las religiones y creencias.

Pero además de nuestra condición animal y de nuestra cultura ritual, tenemos la capacidad de hallar respuestas racionales y adaptar nuestro comportamiento a ellas. El hecho de que la supervivencia es más probable mediante la interrelación no demuestra que ésta tenga que producirse en el seno de la familia. La continuidad abuelos-padres-hijos-nietos, con sus satélites esposos-primos-sobrinos-cuñados-suegros-yernos, no es más que un modo de organización basado en relatos generacionales culturales. Y tan arraigados que no parece haber nadie que se salga del carril.

La consideración de supremacía de un grupo humano sobre otro se denomina racismo. A pequeña escala, pensar que un grupúsculo como la familia, unido por el apellido, es mejor que otro, no es más que una forma reducida de racismo.

En la sociedad a la que pertenecemos, frases como “Pero es mi padre”, “Madre no hay más que una”, “Todo por los hijos”, se dan por sentadas, aludiendo a una ley general escrita por la costumbre. El vínculo de pareja ya ha sido despojado de su antiguo absoluto de procreación, gracias a los avances de la mentalidad general. Y van quedando cada vez menos culturas en las que los cónyuges son elegidos por los padres.

Pero siguen vigentes mitos absurdos como el instinto maternal, la herencia económica o el respeto incondicional a los padres, todos basados en concepciones prehistóricas como la herencia sanguínea del linaje o la conciencia humana universal, que se organizaría mediante energías inexistentes y líneas de fuerza delirantes que dibujarían células diseñadas por algún risible ser supremo.

Las únicas pruebas aportadas por esa mayoría defensora de la familia para continuar con su férrea organización piramidal, socialmente injusta y reaccionaria, son los sentimientos. Las personas que conviven durante períodos de tiempo prolongados tienden a establecer relaciones entre sí, ya sean sexuales, amorosas, de camaradería, de rechazo visceral o una mezcla de éstas. Se trata de algo lógico y natural, que se produce en el seno de las familias por el hecho de que éstas conviven y se relacionan, obligadas por la costumbre social, heredada del hecho animal.

Y ésa es la principal crítica a la familia: su carácter de obligatoria. El ser humano debería ser libre, y la familia es uno de los principales obstáculos para desarrollarse en libertad. Del mismo modo que elegimos nuestras casas o nuestras mascotas, deberíamos poder tener absoluta independencia y autonomía con respecto a los seres humanos con quienes relacionarnos.

Esto incluiría también a los miembros de la familia, y despojados de las convenciones irracionales podríamos optar por entablar relaciones de amor o amistad con nuestros parientes, al mismo nivel que con el resto de los humanos. Pero nadie debería ser más importante por pertenecer al grupo familiar, sino por elección voluntaria. Será un paso adelante en la evolución del homo sapiens.

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