El amor y la crisis financiera
Cuando dos personas se conocen, puede suceder que se cree una corriente de afinidad entre ellos desde el primer momento. Esto funciona mediante gestos, miradas, tonos de voz, atracción física mutua…
En el caso de la actual crisis financiera de Occidente, que comenzó en 2008, podemos afirmar, como ya se ha dicho, que se trató de un ataque del capital al capitalismo. Pero hasta ese momento, ambos mantenían una historia de amor duradera, incluso con esa fusión que se produce entre dos enamorados, que no tienen la conciencia clara de dónde empieza el uno y acaba el otro.
Y todo comenzó con un flechazo también. El poder económico internacional se organizó a lo largo del siglo XX confiando en el sistema que lo mantenía. Porque la confianza y el apoyo mutuo son parte indisoluble del amor. Adam Smith gestó al capitalismo partiendo precisamente de la explicación de la conducta humana, según él basada exclusivamente en la persecución de lo útil y el descarte de lo inútil. El capitalismo, una vez emancipado de su padre, corrió a arrojarse en manos de lo único que consideraba útil, el capital, y éste lo recibió con los brazos abiertos, al ver que había alguien que lo valoraba en exclusiva, ciegamente y por encima de todo. Un flechazo en toda la regla, como vamos explicando.
Pasaron los años y juntos crearon países, organizaron guerras, provocaron hambrunas y holocaustos, y supieron que eran Dios, porque el amor hace dioses a los enamorados.
El capitalismo estaba muy contento y relajado. Tanto, que no se dio cuenta de que el capital andaba flirteando con sus propios hijos, esos retoños que habían mantenido y alimentado, los nietecitos de Adam Smith: los fondos de valores inmobiliarios internacionales y sus hermanas creciditas, las grandes corporaciones.
Ahora el capital estaba más a gusto. El capitalismo era anciano, feo y demócrata y llevaba mucho tiempo sin organizar masacres a gran escala, mientras que esos grupos financieros pujantes que arrasaban con todo tenían ideas geniales y eran maravillosamente divertidos. El capital, tan ducho en pactos con el diablo desde hacía siglos, tenía la fórmula de la eterna juventud. Cuando se quiso dar cuenta, el capitalismo había sido despojado de su amor, de su rango, de su prestigio y hasta de su nombre, usurpado por su progenie.
Los nuevos dioses traían fórmulas renovadas: el concierto internacional ya no se daba entre países. Simplemente lo dirigían ellos. Despojaron de la ropa interior de la soberanía a las naciones del mundo y las sometieron a su capricho.
Todas las formas de amor son válidas, siempre que la relación funcione bien. No hay consideraciones morales que se puedan aplicar al ámbito privado. En el idilio incestuoso entre el capital y sus retoños los únicos damnificados son los humanos, esos individuos minúsculos que se desplazan por millones atravesando fronteras al albur de los movimientos de los mercados, como una plaga de hormigas en busca de restos de galleta en la cocina.
Las hormigas llaman crisis a esta bella historia de amor, porque no tienen capacidad de discernir entre un capricho y otro de los habitantes del Olimpo. El ataque del capital al capitalismo ha sido la última pelea antes del abandono de la pareja. El viejo capitalismo, moribundo, observa desde su cama fúnebre los movimientos de sus hijos titanes, y deja caer una lágrima tierna. En el fondo está satisfecho: conservan su apellido y han resultado unos excelentes genocidas.
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