La borracha y el ciego


Vivo en una ciudad de provincias, como cualquier otra ciudad de provincias. La semana se acaba, es ya domingo y en el bar quedamos los fijos, con nuestras cervezas y nuestros cacahuetes para terminar el día y empezar mañana de nuevo con nuestras rutinas.

Un ciego cuarentón, que se da maña en encontrar la entrada pero parece serpear más de lo que le dicta su condición, saluda al camarero y pide un vino. Sale afuera a fumar y a encontrar conversación. Yo estoy con un amigo que le hace algo de caso. Me callo, aunque sé que el ciego sabe que yo estoy. Hablan del tiempo atmosférico y del cronológico. Aquellas primaveras, aquellos años, hay un bar en no sé dónde, en unos días hará más calor.

De repente explota un llanto al fondo de la calle. El ciego pregunta si se trata de un niño, y mi amigo le informa de que es una joven. El ciego emprende la acera hacia la muchacha, los vemos a lo lejos, la consuela, la abraza, la trae hacia nosotros. La chica está borracha, más que el ciego. Entran al bar, se chocan con las mesas, provocan murmuraciones entre los pocos parroquianos que quedan dentro. La chica sale, se sienta en una mesa fuera. El ciego sale, se acerca hacia nosotros creyendo que la borracha se nos ha unido. Le indicamos que está al otro lado, da media vuelta, se acerca a ella, demasiado de nuevo.

El camarero tiene muchos años de experiencia, aparece y le dice al ciego que va a cerrar, que se vayan, que se la lleve a la cama si busca eso, pero que no los quiere ahí. El ciego se excusa balbuceando, dice que ella lloraba y ha ido a consolarla. Pide disculpas al camarero y se van. El ciego y la borracha, la borracha y el ciego. Ella tampoco quiere estar, ni en el mundo, ni en el bar, ni con el ciego. Se alejan juntos y al fin ella consigue zafarse.

El ciego permanece paralizado con su bastón en mitad de la acera. Luego va a cruzar la calle y un camión le pita para no atropellarle. Vuelve a la acera, sigue paralizado, muy cerca del bar. Los que quedamos hablamos en voz baja, los ciegos oyen de lejos, y este ciego es un pringado, mete mano cuando puede, aún está ahí al lado, no saques la cabeza que lo detecta, es un fijo en los bares de por aquí, tiene a todos aborrecidos, el puto ciego de los cojones.

Lejos, la joven borracha ya no llora. Sabe que es mejor comerse los mocos que volver a atraer a un desahuciado de la vida que le manosee. El asfalto brilla con la luz de las farolas y los actores que cerramos la narración de la noche del domingo vamos encerrándonos en nuestras casas. Mañana será lunes en nuestra ciudad de provincias y los coches llenarán las avenidas, y los curritos las oficinas. La borracha se levantará con dolor de cabeza para cumplir su horario madrugador. El ciego seguirá provocando pequeños jaleos en los bares y echará de menos esa luz que disfrutamos el resto y que marca sus días por su ausencia.


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