Contra lo políticamente correcto
El siglo XXI en Occidente se está caracterizando por la
interpretación fuera de tiesto de lo correcto y su uso para el control social.
En las oleadas históricas del progreso, este irritante fenómeno representa una
clara regresión, afectando a valores universales como la libertad de expresión,
que incluye las de opinión, edición, difusión, etc.
Las antaño firmes convicciones que impulsaban hacia delante
la historia de la humanidad se han convertido en objeto de mercadeo,
desembarazadas de su sentido y transformadas en modas. Los derechos humanos, el
ecologismo, el pacifismo, el feminismo, el comunismo, el anarquismo, el
antirracismo o el indigenismo, se mezclan hoy con el espiritualismo, la pseudociencia
y demás charlatanerías.
Los nuevos partidos políticos, cuyas denominaciones ya no
son descriptivas y se basan en eslóganes publicitarios, son el actual
contenedor de ese batiburrillo sin base crítica, cuya difusión se produce a
través de los medios de comunicación de masas y asume los postulados de la
sociedad de consumo.
Las sanas corrientes políticas, literarias, científicas y
contraculturales del siglo XX se han asumido como simpáticas alteraciones
caducas y sus propuestas se han diluido en el magma de la sociedad de la
información. Toda una tradición de gamberrismo intelectual, provocación,
transgresión y heterodoxia ha quedado en titulares anecdóticos.
Lo políticamente correcto ha barrido los restos de la sátira
y la rebelión. Una inmensa mayoría adocenada asume que el nuevo orden impuesto,
con sus doctrinas vacías tendentes al plácido pastoreo de personas, es el marco
en el que todos debemos vivir.
La democracia y los derechos humanos se barajan en la
geopolítica como naipes de póker. Los países con recursos naturales o enclaves
estratégicos deben tener líderes que sean títeres de las potencias económicas.
A éstos se les concede el diploma de demócratas, sin entrar nunca en el significado
del vocablo. Lo mismo sucede con las denuncias de violación de derechos
humanos, que se aplican en exclusiva a las naciones díscolas.
La evidencia científica del cambio climático impulsa a los
ayuntamientos a promover una supuesta concienciación ciudadana, muy lucrativa
para ciertas fundaciones sin ánimo de lucro. Los urbanitas separan sus
desechos, mientras las grandes corporaciones siguen explotando los combustibles
fósiles, generando toneladas de residuos y contaminando a niveles cada vez
mayores.
La presencia militar extranjera en países pretendidamente
soberanos continúa en ascenso y cometiendo sus habituales atrocidades, con el
bonito paraguas de las misiones de paz, un atentado a la inteligencia.
Las justas reivindicaciones de las mujeres y los
homosexuales para alcanzar la igualdad de derechos, un capítulo global
especialmente sangrante por sus dimensiones, se ha colocado en el primer plano
del calendario festivo, despojándolo de su carácter revolucionario. La nueva moda
feminista y gay es asumida por los grupos conservadores, a sabiendas de que a
base de vacuidad y palabrería se desactiva cualquier impulso de progreso.
Así, el grave problema del maltrato, desnutrición y abandono
de los menores de cualquier sexo aparece hoy como secundario, reivindicado tan
sólo por grupos asociados a religiones y superado por la comercialización de
las otras modas ideológicas. Un caso similar es el del abandono de los ancianos
o de los minusválidos.
La cultura se ve acorralada por los mercachifles y los gurús
de la corrección. Todo lo que atente contra las sagradas normas de la nueva
decencia es denunciado, desactivado y finalmente eliminado. Ahora no hay cabida
para el mal gusto, pues perjudica la inmaculada salud de mente y cuerpo. Casi
nadie se atreve ya a reivindicar abiertamente los vicios, pues quizás acabe con
sus huesos en las cárceles democráticas. Gimnasios, centros comerciales, cursos
de meditación budista, gastrobares y otras hierbas concentran a una población
occidental que huye de placeres como la juerga, el tabaco, el alcohol, las
drogas o el sexo no convencional.
Paralelamente, se asume como correcto el nacionalismo,
siempre que se refiera a unidades políticas ya constituidas. Este desvío
intelectual del siglo XIX, de consecuencias históricamente negativas para las comunidades
humanas, introduce el elemento sentimental en la convivencia política,
añadiendo idioteces como el honor, el patriotismo o la justificación de la
diferencia con argumentos históricos, reales o inventados. Cuanto más antiguo
es un grupo, más prerrogativas dice poseer. ¿Pero no somos todos iguales en
derechos?
Los símbolos asociados a las naciones asentadas y a las
creencias se consideran sagrados, y las leyes castigan a quienes los desprecian.
Banderas, escudos, miembros de monarquías, crucifijos o fronteras son
defendidos en tribunales, que aplican locas normativas contra el odio o la
blasfemia, y defienden conceptos como el respeto a las creencias, los
sentimientos, los dogmas, los mitos y los ritos. Ahora resulta que decir
públicamente Me cago en Dios es un
delito, por ejemplo. Antes, en derecho, se procuraba diferenciar entre
pensamiento y acción. Ahora no.
El culto al cuerpo ya no es una manifestación natural de la
búsqueda de la belleza y el placer. Si las religiones han condenado siempre los
desnudos y cualquier versión de lo erótico, ahora lo hacen quienes confunden el
mero regocijo individual con su criticable comercialización. Porque conceptos tan
apreciables como disfrute, comodidad o tranquilidad han sido desplazados por
los sagrados esfuerzo, trabajo y actividad incesante.
La violencia, aplicación de daño a los otros, se considera
justificada sólo en el caso de que sea administrada por un Estado. Las
discusiones acerca de su uso como defensa acaban transformándola en tabú y
despojándola en muchas ocasiones de sus motivaciones políticas, evidentes en
grupos llamados terroristas, pero negadas por sus adversarios ideológicos.
El reflejo en los productos de creación de las acciones
condenadas por la mayoría social está asumido desde que existe el arte. Así, en
la pintura, la novela, el teatro o el cine se representan violaciones y
asesinatos con normalidad, hasta el punto de que hay géneros asociados a estas
prácticas. Sin embargo, las nuevas corrientes puritanas ven con malos ojos
cualquier manifestación artística que vaya más allá de una leve tos o una
puesta de sol con colores subidos de tono.
La regulación cada vez más asfixiante de los derechos de
autor dota a los creadores de una prerrogativa de la que carece el resto de
gremios. Canciones, películas o libros pueden ser rentabilizados por sus
autores una y otra vez mediante su duplicación, mientras que mesas, abrigos o caramelos
son objetos únicos y de una sola venta. La existencia de internet y sus atajos
favorece que esa injusticia sea suavizada. Sin embargo, existe la creencia
impuesta de que utilizar libremente la creación ajena es un delito, por mucho
que se ponga en práctica en cuanto se puede.
Que haya grupos conservadores que se autodenominan como
políticamente incorrectos para defender lo indefendible no es más que una
apropiación del concepto. Su uso de la libertad de expresión es legítimo, pero
está motivado por desórdenes mentales que les llevan a proclamar ridiculeces
racistas, machistas o reaccionarias. Son las bestias de carga que mugen
mientras arrastran el carro de las élites económicas, tan moderadas y decorosas.
El humor es transgresor por definición. Si no, se trata de
amables chanzas sin mayor alcance. Poner en solfa cualquier convicción, hábito,
ceremonia o verdad absoluta es un modo de perfeccionar las cosas. Penalizar esa
vía de escape imponiendo lo que se debe o no hacer, es el mayor disparate de
nuestras sociedades modernas, que mediante la dictadura de lo políticamente
correcto nos han convertido, quizás para siempre, en hordas de subnormales
paralizados.
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